La cajita feliz, la bronquiolitis y el pastorcito calchaquí
Por Silvana Melo - APS
Esta historia de julio está hermanada con la historia de abril.
Cuando tras el parto en el Hospital Perrando de Resistencia, a Analía le
dijeron que su beba prematura había vivido apenas el tiempo necesario
para asomar. La había gestado apenas seis meses y la chiquita insistió
en salir. Analía quiso verla. Habían pasado doce horas del parto pero
ella no quería irse del Hospital sin guardarse en su memoria la imagen
del cuerpecito inerte. En la morgue le dieron un destornillador para que
abriera el cajoncito. No sólo la vio, sino que la oyó gemir. “Tenía
escarcha de hielo en todo el cuerpito”. ¿Cuántas veces la muerte es una
fatalidad preconcebida? ¿Cuántas no se lucha porque no vale la pena una
mínima vida adelantada y frágil?
En la historia de junio, la terapia intensiva pediátrica del Hospital
Durand, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, fue cerrada justo en el
pico de la bronquiolitis. Justo cuando el bicherío atroz del invierno
entra por la nariz y atraca cañitos y pulmones cuando todavía no se ha
vivido ni un año. Fue inaugurada, reinaugurada en tiempo clave y cerrada
cuando generaba gastos que el Estado no estaba dispuesto a afrontar.
Porque las mujeres contumaces siguen pariendo niños para la vida, aun
cuando el mundo los recibe en falda de espinas. Pero es una rebeldía, un
parir aun cuando la muerte. Y de esa terquedad insurgente el Estado no
puede hacerse cargo.
Al fin y al cabo, la bronquiolitis arrasa con criaturas que no alcanzan
una vida de seis meses, a los que les tocó vivir en hacinamiento, a
quienes sus mamás no los amamantan (generalmente porque no tienen con
qué), a los que nacieron antes de las 37 semanas en la panza,
apresurados a respirar malos aires, urgentes para la batalla que todos
se disponen a darles por perdida.
Como a Luz Milagros, la chaqueñita pertinaz que soportó el freezer de la muerte y lloró ante su madre en el cajoncito roto.
El changuito de Isonza, que llegó de Cachi, no tuvo la misma suerte.
Salta no es el mejor aire para nacer. Y menos su pueblito, donde todo da
tanto trabajo. Donde una tomografía es un nombre imposible en
hospitalito sin médico. Luciano llegó desde Isonza, un paraje perdido en
el valle. En el hospital de Cachi no supieron qué hacer con su cabeza. Y
lo derivaron a la capital. Era 29 de junio. A los dos días murió. Los
médicos del hospital público fueron grabados mientras discutían un
argumento común para explicar que al pastorcito calchaquí se le antojó
morirse así, irresponsablemente. Y que ellos nada, pero nada tiene que
ver.
Y puede ser, no más. Porque en Cachi es poco lo que puede atenderse.
Apenas una mínima complejidad. Comunicar urgencias o pedir ambulancias
es una quimera. La comunicación es horrible, el hospital no tiene radio,
los enfermeros tienen que subirse a un cerro para tener señal en el
celular. A veces sólo queda el poste de Emergenia cada 10 kilómetros. Si
nieva el paso se cierra y los ocho mil habitantes de Cachi quedan
encerrados a la buena de dios. Cuando llueve se transforman en isla. Si
hay que trasladar a un enfermo, por tierra o por aire el viaje estará
condicionado por el clima.
A veces es más rápido morirse. Menos traumático. Luciano pudo salir de
Cachi. Pero la capital de Salta no fue más piadosa con él.
La desidia de un sistema que no lo incluye –ni a él ni a Luz Milagros- acabó por devorárselo.
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En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires –el territorio más rico del país-
la mortalidad infantil aumentó un 26% en 2011. Un 60% más que ese 26%
subió el patrimonio de su patrón gobernante. Que es un 85% más pudiente
que en 2010.
En junio, cuando la bronquiolitis se dispara, cerró la terapia intensiva
infantil del Hospital Durand. Los cachorritos de meses apenas, a veces
no soportan la embestida viral contra su respiración. La habían
inaugurado en 2010 y funcionó un día. La reinauguraron en 2011, en
campaña electoral. Anduvo a los tumbos. No había médicos designados. La
cerraron el 18 de junio: un portazo en la nariz de las enfermedades
respiratorias de los niños, que tuvieron que salir rodando en camillas
hacia otras salas abarrotadas de tos.
La sala se reabrió la semana pasada. El pediatra Oscar Trotta dice que
“con la mitad de las camas disponibles” y un puñado de enfermeros que no
dan abasto.
El mes y medio en que la terapia del Durand estuvo cerrada muchos de los
pequeños pacientes fueron derivados al Hospital de Niños Ricardo
Gutiérrez.
Y entonces, la historia de mayo. Que quedó paralizada en julio, como estatua viviente en espera del ruido a moneda en la lata.
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El 28 del quinto mes de 2012 el Gobierno de la Ciudad firmó un acuerdo
con la Asociación Civil Ronald McDonald. Al payaso de las hamburguesas
imperiales se le cedería una parte del terreno del Hospital Ricardo
Gutiérrez para construir una casa como parte “del séptimo programa de la
Asociación (…) para alojar a un total de 50 madres y padres de niños
internados en Terapia Intensiva. La nueva Casa tendrá 400 metros
cuadrados y estará cerca del área de internación, a fin de que los 50
padres que acompañen a sus hijos puedan desayunar, almorzar y cenar,
lavar su ropa y la de sus hijos, descansar y recrearse en el espacio de
TV y lectura durante el tiempo que dure la internación”
(www.casaronald.org.ar).
La casa se erigiría en un espacio donde ya se talaron los árboles. Y a
cambio, una estrategia de marketing con poca sutileza. El logo y las
insignias en todo el Hospital y el nombre de don Ricardo Gutiérrez en
los manteles de los McDonalds que, entre los círculos oleosos, formará
parte de la lista de Hospitales incluidos en la caridad hamburguesera.
La Justicia resolvió una medida cautelar el 18 de julio y paró la obra
hasta que la Legislatura la apruebe.
Pero nada está perdido. La casa será, más temprano que tarde, una casita feliz.
Claro que es insustancial acotar que la casa debería ser construida y
sostenida por el Estado. Que el Gobierno de la Ciudad Autónoma sólo
ejecutó en 2011 un cuarto del presupuesto en infraestructura. Es
insustancial pensar que, más allá de la indignidad de formar parte de
las nóminas de beneficencia de McDonalds, el Hospital de Niños será
difusor de uno de los atentados contra la salud infantil más duros de
vencer. Hidratos de carbono, grasas saturadas, colesterol, sodio,
millones de calorías serán avalados por un sistema de salud errático y
con síntomas de raquitismo.
Que no es otro sistema sino el mismo que deja morir a los niños wichis
de hambre en Salta o a los fabricios en Tucumán o que no saben qué hacer
con los pastorcitos calchaquíes con la cabeza rota en Cachi o decide
que con una gestación de seis meses no se vive y se acabó como en el
Chaco. O que pueden morir 90 niños más por año en el distrito más rico
del país.
Claro que muy cerca siempre hay un payaso rojo, blanco y amarillo con
una M grandota a la izquierda del pecho. Que promete una Cajita Feliz.
Pero nunca feliz como nuestra cajita. En la que no hay grasas ni papas
fritas. Pero sí estrellas azules, mariposas alucinadas y una puertita
secreta de azúcar que sólo nosotros conocemos. Y el día en que se abra,
soplará un viento que se llevará a los bichos del invierno, a las
hamburguesas y a todos los demonios.
Y sólo quedarán los chamanes que saben cómo y con qué pegar la cabeza de
un pastorcito calchaquí. Y que enseguida se levante y salga corriendo a
buscarse la vida.