Los "vagos" que marchaban por Cristina, por la democracia, en esa
columna que se dirigía a la Plaza de Mayo eran, en su mayoría,
trabajadores registrados, sindicalizados y organizados. Los avalaba, los
cobijaba, los empujaba a la acción un sistema de protección social en
retirada, pero aún vigente. El viernes fue feriado nacional. El pibe de
Rappi tenía que trabajar igual, porque de otro modo no cobraba ni
comisiones ni propinas, el equivalente 2.0 de lo que en otros períodos
de la explotación capitalista se conoció como "jornal".
Como miles
de estudiantes, profesionales, militantes de organizaciones sociales e
intelectuales, esa columna obrera se movilizaba por Cristina y -también-
en defensa propia; para el pibe de Rappi la marcha era un obstáculo.
Así debe percibir a "la política" en términos generales. Así se lo
enseñaron durante años. Si Sabag Montiel es un "loco suelto", si fue el
brazo ejecutor de una conspiración criminal, se dirimirá a través de la
investigación judicial, en el mejor de los casos. Lo que casi nunca se
discute es la responsabilidad del sistema. El neoliberalismo en su etapa
actual es una máquina generadora de supuestos "lobos solitarios", que
en rigor no son producto de una excepcionalidad patológica sino un
desgarramiento lógico del tejido social. Seres arrojados a la intemperie
con la esperanza inducida de una salvación individual que casi nunca
llega. La inmensa mayoría, por supuesto, no sale a matar. Algunos
tramitan en soledad las frustraciones de una pelea desigual que no se
termina de identificar como tal, porque se corre permanentemente el eje
del conflicto. Otros se caen y se vuelven a levantar, arengados por una
ilusión cada vez más difusa, sostenida por historias del tipo "dejó su
empleo en blanco, se puso a cocinar empanadas gourmet y ahora triunfa en
Amsterdam con un restaurant propio y 20 empleados". Muchos se resignan a
la incertidumbre y viven un poco mejor o un poco peor en sintonía con
variables macroeconómicas y de inclusión social que se disputan la
hegemonía dentro del sistema. Una ínfima minoría tramita mal la derrota
que no se termina de reconocer. Una derrota algorítmicamente
inevitable, pero inconcebible para quienes fueron empoderados como
futuros -siempre futuros- triunfadores. La ideología de la salvación
individual genera la sensación de que el éxito no es una utopía; de que
está al alcance de la mano. Si la zanahoria se acerca o se aleja no
depende de la volatilidad intrínseca del sistema sino de la injerencia
perniciosa de elementos extraños. Ese elemento extraño que se interpone
entre Uno y el Exito es, siempre, La Política, en sus múltiples formas.
Al mismo tiempo que el neoliberalismo impone un sueño, inocula el veneno para defenderse de quien -supuestamente- lo obstruye.
En
tiempos de hiperconectividad, cuando el trabajo se convierte en
performance --el filósofo y semiólogo italiano Paolo Virno ha
reflexionado sobre eso-- y los resultados no son satisfactorios, el
resentimiento deja de ser una autointoxicación que supura en soledad.
Contagia y es contagiado. Se articula una extraña sinergia entre la
gente que ya perdió pero no lo acepta, porque le habían hecho creer que
la pelea era pareja, uno contra uno, con el mercado como testigo
neutral. La búsqueda de los culpables de esa postergación indefinida
funciona como guía de acción.
Los que ganan de verdad, los que
siempre ganaron y ni siquiera necesitaron competir, jamás están en esa
lista de los culpables porque son ellos quienes arman la lista.
Hace
unos meses, en el furgón de un tren de la línea Mitre, un muchacho
comentaba con otro hombre cómo veía el país: "acá los políticos
destruyeron a la clase media. Te matan a impuestos". Entre las
estaciones Ballester y Bancalari también le contó que vivía de hacer
changas de jardinería. Que cada tanto lo llamaban para hacer algún
trabajo en Pacheco o en Escobar. Antes vendía café en las estaciones de
tren de la zona norte y había querido ofrecer ese servicio con delivery
en los countries, pero no funcionó. "Te ponen trabas", agregó, sin
mayores especificaciones. En la jerga criolla tradicional el muchacho
sería caracterizado como un "busca". Para otros sería un
"cuentapropista". La izquierda lo catalogaría como un "trabajador de la
economía popular" y la derecha como un "emprendedor". Pero es el mismo
tipo.
Con los pocos elementos de que disponemos (una charla en el
furgón de un tren escuchada al pasar) es probable que sea esta última
etiqueta la que se ajuste mejor a su autopercepción. Asumirse como
"trabajador de la economía popular" le implicaría, quizás, aceptar su
fragilidad, la necesidad de estrechar vínculos con otros vulnerables, un
emparejamiento (manejado por la política) que le impediría asomar la
cabeza. Constituirse como "emprendedor", en cambio, le permitiría
inscribirse desde abajo en una carrera prácticamente empresarial.
Si
algo falla, no saldrá a matar, pero tendrá bien identificados a los
culpables. Cuando esté agotada la lista de chivos expiatorios, el
sistema le dirá, finalmente: "no te esforzaste lo suficiente".
Es un
signo de época. La democracia de los copos de azúcar (con la derecha
instigadora y ejecutora, con gobiernos populares impotentes) ni es justa
ni es libre.