Al principio fueron los nervios, después un dejarse llevar por los
trámites, la requisa -discreta- y andar apoyada en su bastón por un
camino que había transitado solo una vez a pie, cuando falló parte del
plan de fuga del penal de Rawson que terminó en masacre. Los cambios en
la infraestructura enredaron su emoción, no se ubicaba, no reconocía.
Pero entonces, sin aviso, escuchó un golpe de hierros y la memoria la
tomó por asalto. Ese era el sonido del encierro. A Silvia Hodger le
temblaron las piernas, 50 años se diluyeron en un instante.
Es
bailarina aunque ya no pueda bailar. Por primera vez vuelve a Rawson,
nunca más había visto la Unidad 6 donde estuvo detenida como combatiente
del ERP entre 1971 y 1972. Silvia es una de lxs más de 70 militantes
presos que llegaron, la noche del 16 de agosto de 1972, a la puerta del
penal después de una operación perfecta de toma del penal, para volver
después sobre sus pasos porque los vehículos de apoyo externo no
aparecieron. Ella es parte ahora de la inmensa comitiva expresos y
presas políticas, de familiares de les ejecutades en la Masacre de
Trelew, de militantes y funcionarios de Derechos Humanos que conmemoran
los 50 años pasados desde que ese hecho que derramó la sangre de 16
jóvenes sobre la cara del país entero.
Los albatros que sobrevuelan
las torres de seguridad de la Unidad 6 son el cortejo que saluda con
acrobacias a más de dos centenares de personas que se protegen del frío
bajo el sol. La víspera del 50 aniversario de la Masacre es un día
bueno, acá en el valle a los días así les dicen “cazabobos” porque
cualquiera podría ilusionarse con la transparencia del aire y lo cálido
de sol y fantasear con vivir allí. Muy rápido cambian las condiciones,
cuando terminen de entrar al penal todas las personas que se amontonan
sobre la reja del primer perímetro de seguridad del presidio la
temperatura habrá bajado varios grados.
La invitación era a hacer una
visita corta: entrar, ver uno de los pabellones donde se alojaban los
presos políticos -las presas políticas estaban arriba de esa misma
barraca y no se pudo subir-, hacer una pequeña pasada por el patio donde
ya no hay una tierra apisonada para jugar al fútbol sino piso de
cemento y una pintura muy descascarada de la que apenas queda la firma
de Paco Urondo escrita con letra infantil. Y cada quien toma la
invitación pero se demora, trata de encontrar su propio rastro en esa
geografía.
Los guardias, pertrechados con escudos, armas largas y las
caras tapadas como listos para el combate miran la escena con ojos
fieros. Sobre todo entra la generación de los hijos e hijas de quienes
estuvieron detenidos o fueron masacrados por intentar ganar su libertad
se hacen chistes: “A ver cómo desarmamos a ese grupito, a ver a quién se
le ocurre un plan”, dice Guido Quieto, hijo de Roberto, uno de los seis
líderes de las organizaciones armadas Montoneros, FAR y ERP que logró
subirse al avión que completó la fuga, dejando a los guerrilleros en
Chile. Por supuesto que a nadie se le ocurre.
“Trelew fue un golpe
tremendo para toda la juventud, quisieron matarnos y nos dieron vida, le
dieron vida al movimiento popular porque todas nos sentimos que había
que hacer algo. Hasta ese momento no habían matado tan impunemente, tan
descaradamente, fue un punto de inflexión”, dice Luisa Rodriguez que
viajó desde el litoral, expresa política y esposa de un asesinado en la
masacre de Margarita Belén. Ella no sabe si entrar o no al penal, su
lugar de detención fue Devoto, ahí, dice, aprendió a hacer macramé
sacando hilos para bordar desarmando toallones y limando astillas de
hueso para hacer agujas. Pero el inmenso grupo va a todas las
actividades, sean presentaciones de libros, proyección de documentales,
peñas, debates. Es una manera de darse calor para resistir un frío que
excede el que marca el termómetro y a pesar de las décadas no se retira
del cuerpo.